Ayer murió un ladrón. De guante blanco, sí, pero ladrón. Ayer murió un ladrón, y además murió de forma violenta, presuntamente por su propia mano. Ayer un ladrón condenado como tal, que se encontraba en libertad y sin medidas cautelares por su buen comportamiento, a la espera de que su sentencia fuese firme para ingresar en prisión, se retiró a la lujosa finca donde en tiempos más felices para él gustaba de practicar la caza, y a primera hora de la mañana se montó en su lujoso auto, tomó su lujosa escopeta, y en un ejercicio de contorsionismo digno del Circ du Soleil, se descerrajó (presuntamente) un nada lujoso tiro en el pecho. Ayer murió un ladrón, y hoy nos dicen que a los muertos hay que dejarlos descansar en paz, que las cosas se dicen en vida, y que incluso los seres odiosos tienen seres queridos que sufren viendo como su muerte se convierte en motivo de celebración.